martes, 2 de noviembre de 2010

Historia de amor, recuerdos y arreboles

Este es mi regalo de cumpleaños para la ciudad que me vio crecer, que me enseñó a amarla a pesar de que había muchas cosas de ella que odiaba. Mi regalo que sale del alma, para una ciudad que aunque ya no vivo allí, siempre me recibe con cariño, en donde jamás me sentiré una forastera. En ella reposan mis dolores, mi pasiones y gran parte de mi espiritu. Es mi regalo para que siga creciendo, para que como siempre enfrentemos las heridas con cultura, con ese deseo de seguir adelante cuando todo nos invita a 'tirar la toalla'. ¿Cómo se le cantan las 335 primaveras a la ciudad de la eterna primavera? Esta es mi forma de hacerlo. Ojalá lo disfruten. 




Cuando salió de su casa ni siquiera sabía para donde iba, así se lo dijo muy claramente a su madre, cuando ella desde la cocina le preguntó:
-Mijo, pa’ donde va?
-Por ahí, mamá
-Se demora?
-No sé, tal vez
-Se cuida mijo, que la virgen lo acompañe
La bendición y cerró la puerta. No serían más de las tres de la tarde cuando empezó a caminar; el cálido ambiente de una tarde dicembrina, teñía con los más hermosos colores y tonalidades las calles de la ciudad de la eterna primavera. Sin embargo, su ánimo se parecía más a una de esas tardes lluviosas y grises por las que vagaba sin sentido, por allá en la capital.
El sol que se filtraba entre los árboles que bordeaban uno de los tantos riachuelos que circundan la ciudad, le recordaba a ella, a como sonreía cuando salía a caminar, a esos arranques que le daban de salir saltando y cantando, como si fuera una princesa danzando por los bosques de su reino, y eso que eso era Medellín para ella, su propio reino de cemento, en donde danzaba feliz bajo las tonalidades doradas del sol y el verdor de sus árboles.
Todo se la recordaba, cada calle, cada esquina, caminaba sin sentido pero en cada lugar sentía su ausencia, y lo atormentaban los miles de recuerdos que tenía con ella… Luego de bordear un buen tramo de la Picacha con su tranquilidad, el silencio empezó a atormentarlo, y por eso salió a la bulliciosa 33. Pero allí también estaba ella, también estaba su recuerdo, le pareció verla a bordo de una Santra Belén y empezó a correr tras ella, pero luego desistió, ella se le había escapado de entre los dedos, siempre buscando su libertad y jamás la encontraría de nuevo.
Al pasar por las inmediaciones del cerro nutibara, la sintió de nuevo, la vio llorar de emoción, mientras bajo la lluvia escuchaba los poetas que cada junio arrivaban de todo el mundo para despertar sus más profundas pasiones, el estaba seguro de que fue en una de esas tardes de lluvia en que ella descubrió que debía partir, que era el momento de empacar las maletas. Un día como esos fue que la perdió.
Con lágrimas en los ojos miraba por las ventanas de ese tren que se movía a toda velocidad, cada paisaje parecía una fotografía en las que la veía a ella, bohemia, intelectual, enamorada. Descendió del metro en la estación Universidad, y mientras deambulaba sin sentido la vio sonreír jugando como niña en el Explora, soñando con nadar en las peceras del acuario, eso era lo que más le gustaba de ella, sabía pasar de su seria cara de intelectual empedernida, a sonreír y jugar como una niña.
No podía sacarla de su cabeza, lloró al caminar por el Alma Mater, por esa grandiosa Universidad que la había llevado a partir, 10 puestos y pasaba, lo podría haber vuelto a intentar, pero ella no era de las que esperaba ni se conformaba, ella iba tras sus sueños, así como alguna vez, en ese mismo parque declaró que quisiera salir corriendo tras las estrellas que se dibujaban en el cielo.
Recordó una de sus últimas tardes, un pic-nic en el Jardín Botánico, en donde la vio perderse con su mirada en el lago, mientras se despedía y sin mayores explicaciones le dijo que se iba y que dudaba regresar, esa fue la primera parte de un doloroso adiós, que fue él quien quiso prolongar, terco intentó retenerla, y ahora entendía que así era como la había perdido definitivamente.
La tarde iba cayendo sobre la bella villa, como buena tarde de diciembre la gente empezaba a salir festiva, cargada de sonrisas. Era su época preferida, todavía parecía sentir su emoción latente cuando el 7 de diciembre cada rincón de su amada ciudad se iluminaba con los más bellos colores. Y también la recuerda melancólica mirando el centro por la ventana y pensando en aquellos que no tenían con quien celebrar.
Quiso abrazarla y no la encontró, ella iba y venía frente a él, pero no era capaz de agarrarla, la vio danzando en el Parque de la Bailarina, evocando uno de los más grandes dolores que le dejó la ciudad, la vio sentada junto a la india del parque del Poblado tomándose una cerveza, sentada en Otra Parte leyendo algo de Gonzalez, y luego en el Matacandelas, al lado de un capuccino viendo la excelente puesta en escena de Angelitos Empantanados, fascinada con la historia de su autor.
Siempre fue tan efímera que el se preguntaba porqué le extrañaba su partida, ella era así, amaba la ciudad y nadie lo negaba, incluso estaba seguro de que la extrañaba tanto como a su propia familia, pero al mismo tiempo no soportaba sentirse encerrada, ella siempre soñó con recorrer el mundo para algún día volver. El cobarde fue él que le dio miedo acompañarla.
Las 6 de la tarde, el cielo azul se empezó a teñir con los arreboles de la tarde, parecía como si un pintor se deleitara frente a su lienzo azul, las lucecillas de colores se encendieron y empezaban a sonar los villancicos. Sus pies lo llevaron al parque Malibú, en donde tantas veces la vio escribir y pensar.
Se detuvo. Miró bien. Allí estaba. No era más la figura eterea de sus recuerdos. Era ella. Quiso correr a abrazarla, pero le dio miedo que se desapareciera. Se sentó bajo un árbol y se limitó a observarla… Era ella que con los ojos empapados en lágrimas se entregaba a la poesía de su cuaderno, era la imagen de su alma, su momento más vulnerable. Era ella.
No supo cuanto tiempo transcurrió, hasta que en un momento ella levantó la mirada y lo miró por encima de sus lentes. Una mirada larga y fría. Dolorosa. Luego una sonrisa, esa sonrisa que lo enamoraba, cerró el cuaderno, lo puso a un lado y con paso decidido se acercó hasta él.
Un beso. “Idiota, qué estás haciendo acá, vamos por un vino que hay mucho por celebrar”.
Era ella, en su ciudad amada, como si el tiempo no hubiera pasado. Mientras tanto en el cielo los arreboles danzaban sobre aquella hermoso lugar donde siempre es primavera. 

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Historia de amor, recuerdos y arreboles by Maria Elisa Rojas M is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivs 3.0 Unported License.